jueves, 17 de septiembre de 2009

La experiencia de la familia (II)

RECONQUISTAR EL YO
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¿Cómo puede acontecer este nuevo inicio augurado por Benedicto XVI? El camino no puede ser otro que el que sugiere el Fausto goethiano: "Lo que has heredado de tus antepasados debes reconquistarlo de nuevo para poseerlo verdaderamente" (6). Para reconquistarlo hay que volver al origen de la experiencia amorosa para redescubrir su verdadera naturaleza. Sólo esta experiencia podrá ser punto de partida adecuado para poder percibir, desde dentro de ella, el valor de la propuesta que Cristo hace al amor entre los dos esposos.
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Los esposos son dos sujetos humanos, un yo y un tú, un hombre y una mujer que deciden caminar juntos hacia el destino, hacia la felicidad. Cómo plantean su relación, cómo la conciben depende de la imagen que cada uno tiene de su propia vida, de su propia realización. Esto implica una concepción de la persona y de su misterio. Afirma el Papa: "la cuestión de la justa relación entre el hombre y la mujer hunde sus raíces en la esencia más profunda del ser humano y sólo puede encontrar su respuesta a partir de ésta. No puede separarse de la pregunta antigua y siempre nueva del hombre sobre sí mismo: ¿Quién soy? ¿Qué es el hombre?" (7).
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Por eso la primera ayuda que se puede ofrecer a quienes quieren unirse en matrimonio es ayudarles a tomar conciencia de su propio misterio de hombres. Sólo así podrán afrontar adecuadamente su relación, sin esperar de ella algo que, por su naturaleza, nadie puede dar al otro. ¡Cuánta violencia, cuántas decepciones podrían evitarse en la relación matrimonial si se comprendiera la naturaleza propia de la persona!
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Esta falta de conciencia del destino del ser humano lleva a basar toda la relación en un engaño, que podemos formular sintéticamente así: la convicción de que el tú puede hacer feliz al yo.
La relación de pareja, de este modo, se transforma en un refugio, tan deseado como inútil, para resolver el problema afectivo. Y cuando se desvela el engaño es inevitable la decepción porque el otro no ha cumplido las expectativas. La relación matrimonial no puede tener otro fundamento que la verdad de cada uno de sus protagonistas. Pero, ¿cómo pueden estos descubrir su verdad, el misterio de su ser hombres?
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LA DINÁMICA DEL NUEVO INICIO: BELLEZA, SIGNO, PROMESA

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Es la propia relación amorosa lo que mejor contribuye a descubrir la verdad del yo y del tú. Y con la verdad del yo y del tú se manifiesta la naturaleza de su vocación común. Lo que somos se revela principalmente a través de la relación con la persona amada. Nada nos despierta tanto, nada nos hace tan conscientes del deseo de felicidad que nos constituye como la persona amada. Su presencia es un bien tan grande que nos hace caer en la cuenta de la profundidad y la verdadera dimensión de este deseo: un deseo infinito. Por analogía se puede aplicar a la relación amorosa lo que Cesare Pavese dice del placer: "Lo que un hombre busca en el placer es un infinito, y nadie renunciaría jamás a la esperanza de conseguir esta infinitud" (8). Un yo y un tú limitados suscitan el uno en el otro un deseo infinito y se descubren lanzados por su amor a un destino infinito. En esta experiencia se les revela a ambos su vocación.
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Y a la vez que se nos revelan las dimensiones sin límite de nuestro deseo, se nos ofrece una posibilidad de cumplimiento. Más aún, vislumbrar en la persona amada la promesa del cumplimiento enciende en nosotros todo el potencial infinito del deseo de felicidad. Por eso, no hay nada que nos haga comprender mejor el misterio de nuestro ser como la relación entre hombre y mujer, como nos ha recordado Benedicto XVI en la encíclica Deus caritas est: "destaca, como arquetipo por excelencia, el amor entre el hombre y la mujer, en el cual intervienen inseparablemente el cuerpo y el alma, y en el que se le abre al ser humano una promesa de felicidad que parece irresistible, en comparación del cual palidecen, a primera vista, todos los demás tipos de amor" (9). En esta relación el ser humano parece encontrar la promesa que le hace superar el límite y le permite alcanzar una plenitud incomparable, porque "en la raíz de toda la realidad viviente está la esponsalidad. Y la esponsalidad convierte todo en promesa. Como expresa la propia palabra, esponsal quiere decir una realidad prometedora, que promete" (10). Por eso, la historia de la humanidad - aun con expresiones diferentes - ha establecido siempre una relación entre el amor y lo divino: "el amor promete infinidad, eternidad - una realidad más grande y completamente distinta de nuestra existencia cotidiana" (11).
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Se trata exactamente de la experiencia que expresa de modo inolvidable Giacomo Leopardi en su himno a Aspasia: "Rayo divino pareció a mi mente, Mujer, tu hermosura" (12). La belleza de la mujer es percibida por el poeta como un rayo divino, como la presencia de lo divino. A través de la belleza de la mujer es Dios quien llama a la puerta del hombre. Si el hombre no comprende la naturaleza de esta llamada y no apuesta por secundarla, difícilmente podrá comprender hasta el fondo su destino de infinitud y de felicidad.
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La mujer, siendo limitada, despierta en el hombre, también limitado, un deseo de plenitud desproporcionado respecto de la capacidad que ella tiene de satisfacerlo. Despierta una sed que no está en condiciones de saciar. Suscita un hambre que no encuentra respuesta en aquella que lo ha suscitado. De ahí la rabia, la violencia que tantas veces surge entre los esposos y la decepción a la que se ven abocados si no comprenden la verdadera naturaleza de su relación. La hermosura de la mujer es, en realidad, rayo divino, signo que remite más allá, a otra cosa más grande, divina, inconmensurable respecto de su naturaleza limitada, como describe Romeo en el drama de William Shakespeare: "Muéstrame una dama que sea muy bella. ¿Qué hace su hermosura sino recordarme a la que supera su belleza?" (13). Su belleza grita: "No soy yo. Yo sólo soy una señal. ¡Mira! ¡Mira! ¿A quién te recuerdo?" (14).
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Se trata de la dinámica del signo, de la que la relación entre hombre y mujer constituye un ejemplo conmovedor. Cuanto más viven ambos la presencia de la persona amada como signo de otro - que es la verdad de la persona amada -, tanto más esperan y anhelan ese otro. Si no comprende esta dinámica el hombre sucumbe al error de detenerse en la realidad que ha suscitado el deseo. Es como si una mujer que recibe un ramo de flores, extasiada ante su belleza, olvidara el rostro de quien se las ha mandado y del cuál son signo, perdiéndose así lo mejor de las flores. No reconocer en el otro su carácter de signo lleva inevitablemente a reducirlo a lo que aparece ante nuestros ojos. Y antes o después se revela su incapacidad de responder al deseo que ha suscitado.
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Por eso, si cada uno no encuentra aquello a lo que el signo remite, el lugar donde pueda encontrar el cumplimiento de la promesa que el otro ha suscitado, los esposos se verán condenados a consumirse en una pretensión de la que no logran librarse, y su deseo de infinito, que nada como la persona amada despierta, quedará inevitablemente insatisfecho. Ante esta insatisfacción la única salida será - como les sucede a muchos hoy día - cambiar de pareja, dando comienzo a una espiral en la que el problema se aplaza hasta la siguiente decepción. Pero entrar en esta espiral no puede ser la única salida. Ésta es la paradoja del amor entre el hombre y la mujer: dos infinitos se encuentran con dos límites. Dos infinitamente necesitados de ser amados se encuentran con dos frágiles y limitadas capacidades de amar. Y sólo en el horizonte de un amor más grande no se devoran en la pretensión, ni se resignan, sino que caminan juntos hacia una plenitud de la cual el otro es signo. Sólo en el horizonte de un amor más grande evitarán devorarse en la pretensión, cargada de violencia, de que el otro, que es limitado, responda al deseo infinito que ha despertado, haciendo así imposible el propio cumplimiento y el de la persona amada. Para descubrirlo es necesario estar dispuestos a secundar la dinámica del signo, abiertos a la sorpresa que ésta nos pueda reservar. Leopardi tuvo el valor de correr este riesgo. Con una intuición penetrante de la relación amorosa, el poeta italiano vislumbra que lo que buscaba en la belleza de las mujeres de las que se enamoraba era la Belleza con mayúscula. En la cumbre de su intensidad humana el himno A su dama expresa todo su deseo de que la Belleza, la idea eterna de la Belleza, se revista de forma sensible. Es lo que ha sucedido en Cristo, el Verbo hecho carne. Por eso, Luigi Giussani ha definido este poema como "una profecía de la Encarnación" (15).
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En este contexto se puede comprender la inaudita propuesta de Jesús para que la experiencia más bella de la vida - el enamorarse - no decaiga hasta convertirse en algo sofocante. Ésta es la pretensión de Jesús, que encontramos en algunos pasajes del Evangelio que a primera vista nos pueden resultar paradójicos. "No penséis que he venido a traer la paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino espada. Sí, he venido a enfrentar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con la suegra; y enemigos de cada cual serán los que conviven con él. El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. El que no toma su cruz y me sigue no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará. Quien a vosotros recibe, a mí me recibe, y quien me recibe a mí, recibe a Aquel que me ha enviado" (16).
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En este texto Jesús se presenta como el centro de la afectividad y de la libertad del hombre. Poniendo su persona en el corazón de los mismos sentimientos naturales se coloca con pleno derecho como su raíz verdadera. De este modo Jesús desvela el alcance de la promesa que su persona constituye para quienes le dejan entrar. No se trata de una injerencia de Jesús en los sentimientos más íntimos, sino de la mayor promesa que el hombre ha podido recibir nunca: sin amar a Cristo - la Belleza hecha carne - más que a la persona amada, esa relación se marchita, porque Él es la verdad de esa relación, la plenitud a la que ambos mutuamente se remiten y en la que su relación se cumple. Sólo permitiéndole entrar en ella es posible que la relación más bella que puede suceder en la vida no se deteriore y con el tiempo muera. Tal es la audacia de su pretensión.
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¿Cómo respondió Jesús al pavor de los discípulos ante la verdad sobre el matrimonio que les anunciaba? Podemos decirlo sintéticamente: haciendo el cristianismo. No se limitó a anunciar la verdad del matrimonio, sino que introdujo una novedad en sus vidas que les permitió vivirlo según esa verdad. Que esta novedad es algo sumamente real y correspondiente a la naturaleza del ser humano se ve en el hecho de que se puede dar toda la vida por ella. Es lo que la tradición cristiana llama virginidad.
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6 J.W. Goethe, Faust, 682-683 ("Was du ererbt von deinen Vätern hast, Erwirb es, um es zu besitzen!").
7 Benedicto XVI, Familia y comunidad cristiana: formación de la persona y transmisión de la fe, Discurso en la ceremonia de apertura de la Asamblea Eclesial de la Diócesis de Roma, 6 de junio de 2005.
8 C. Pavese, Il mestiere di vivere, Einaudi, Torino 1973, p. 190.
9 Deus caritas est, 2.
10 L. Giussani, Afecto y morada, Ediciones Encuentro, Madrid 2004, p. 131.
11 Deus caritas est, 5.
12 G. Leopardi, Aspasia, 33-34.
13 W. Shakespeare, Romeo and Juliet, I, I, ("Show me a mistress that is passing fair, What doth her beauty serve, but as a note Where I may read who pass'd that passing fair?").
14 C.S. Lewis, Sorpreso dalla gioia, Jaca Bock, Milano 2002, p. 160.
15 L. Giussani, Mis lecturas, Ediciones Encuentro, Madrid 1997, p. 30.
16 Mt 10,34-40.
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El texto en itálica es del editor

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